El apocalipsis en las orillas

Por Martín Acevedo 

Imaginar en y desde la periferia es en sí mismo un acto de ejercicio de soberanía. Nos permite replantear los modelos interpretativos que se imponen desde el centro. Las superproducciones hollywoodenses imprimieron en nuestras retinas las imágenes de un apocalipsis extranjero, porque los habitantes del sur global no tenemos derecho siquiera al fin del mundo. 

El reciente estreno de la serie El Eternauta y su repercusión internacional puede considerarse un hito, entre muchos, en una verdadera, oculta pero evidente, guerra cultural, una invasión cognitiva que lleva décadas. En palabras de Ricardo Darín, “estamos absolutamente intoxicados de historias apocalípticas americanas”. 

Situar un escenario distópico en paisajes cercanos es solo un elemento, el más superficial quizá, entre otros que hacen de esta producción un caso singular y destacable. Una clara esencia argentina se filtra en cada momento. La música de Gilda, Cerati y Mercedes Sosa como banda sonora es parte primordial de la narración audiovisual. Sin embargo, tal vez, lo más identificable como parte de nuestra idiosincrasia son los profundos lazos de amistad que se concretizan en una partida de truco y en “no dejar al amigo en la estacada” aunque no estemos de acuerdo.  

Saber que la salida es entre todos, y no una salvación individual, es parte del hilo de acontecimientos que sostiene esta trama. Revaloriza ese aspecto tan característico del ser nacional (si es que algo así existe) que parecía olvidado en estos tiempos. Sería mucho pedirle a una ficción difundida por una plataforma pasatista, pero puede ser un llamado a recuperar algunos valores identitarios que habíamos perdido, presos del bombardeo constante de modelos individualistas y consumistas propios de sociedades enfermas. 

En esta adaptación de la historieta de Oesterheld, hay mucho más. Igual que en el original, surge un héroe épico con reminiscencias de las epopeyas clásicas. Un hombre que se ve obligado a atravesar un recorrido que lo enfrenta a sí mismo y a lo desconocido; que, a pesar de su condición única, es asistido por sus camaradas, que se equivoca, pero es movido por una convicción profunda que vincula a su periplo íntimo con el destino de un grupo, del que es parte y no un líder seguido por acólitos. 

La indefinición sobre el carácter específico de los invasores y el desconcierto frente a la situación son elementos claves para la verosimilitud en una obra de ciencia ficción, más allá de aspectos técnicos que son solventados adecuadamente. Por otra parte, esta incertidumbre rompe con los modelos hegemónicos que nos son impuestos. No vemos una gran nave espacial sobre el Obelisco de Buenos Aires. Podemos afirmar que, si algo así ocurriera, los hombres y mujeres del siglo XXI no tendríamos forma de comprenderlo con las categorías de análisis con las que vemos el mundo hoy. 

Juan Salvo como héroe épico también es profundamente argentino. Su condición de paria del espacio tiempo —sugerida en la producción audiovisual y evidente en la historieta— lo une a otro héroe desgraciado, insigne de nuestra literatura, Martín Fierro. La infortuna del personaje hernandiano se sintetiza en una frase que encontramos sobre el cierre del cuento “El fin” de Borges: “no tenía destino en la tierra”. El protagonista de la obra de Oesterheld, atrapado en un bucle de acontecimientos, enfrenta una y otra vez las mismas luchas. Esto, que en principio puede pasar por un detalle menor, también es original y rupturista. Las construcciones apocalípticas requieren de un fin, central en la perspectiva occidental de la historia, en cambio, esta obra nos remite al eterno retorno. 

Quizá habitar un no lugar sea algo muy argentino.